Celibato, falta de deseo y abstinencia
Una de las primeras preguntas que me suelen hacer en terapia sexual es cuál es la frecuencia normal con la que se mantienen relaciones sexuales, sobre todo, digo yo, para ubicarse y tener una referencia de la gravedad de su caso con un dato «objetivo». Mi respuesta siempre es la misma:
“Entre una vez al año y siete veces al día. Menos de una vez al año podría considerarse falta de interés y más de siete veces al día de forma continuada puede tener efectos perjudiciales para la salud, sobre todo si se produce eyaculación en todas ellas.”
Esta explicación no suele satisfacer plenamente pero da pie para empezar a hablar en unos términos más realistas que la mera estadística. La frecuencia de las relaciones sexuales no tiene que ver tanto con la salud mental o física de las personas como con el uso que hacen de su sexualidad para canalizar su energía.
Desde niños aprendemos las cosas que son más o menos aceptables para los demás y lo que se espera que debemos hacer en tal o cual situación. También se nos troquela en cuanto a lo que necesitamos y no necesitamos así como las vías «legales» para conseguir cubrir esas necesidades.
A veces eso choca con lo que nos gusta hacer y queremos, el impulso que crean las necesidades que están ahí al margen de lo social o cultural y que tienen una canalización mucho más directa y rica. Dependiendo de la persona y del contexto se obviará lo social o se reprimirá lo individual… se hará más o menos caso a lo uno o a lo otro.
En la canalización de energía sexual se da esta dialéctica muy claramente.
Se habla de la cultura como útero social, como lugar donde acaba de gestarse el ser humano que ha nacido inmaduro de necesidad. Gracias a la rectificación de la cadera humana producida por la bipedestación, el bebé tiene que acabar de formarse fuera del vientre materno porque si lo hiciera dentro no podría salir a través el estrecho de la pelvis.
Una cabeza humana con el diámetro que adquiere una vez cerrada la fontanela sería inviable para el parto, eso implica dos cosas, por un lado la falta de dureza del cráneo en el neonato y por otra la aún muy importante plasticidad cerebral que tiene, ya que aún no se ha desarrollado el sistema nervioso central, y por ende el cerebro, en su totalidad.
Es decir, en buena parte el fin del desarrollo fetal se produce en el exterior, en contacto con la sociedad y por ende de la cultura.
La sociedad se empezó a conformar con varios fines, entre ellos el de perpetuarse a sí misma y crecer para poder facilitar la vida de la manada. Aumentando el número de individuos y la cohesión grupal se conseguían más y mayores objetivos y podían acometer empresas más y más ambiciosas cada vez.
Para la cohesión grupal en buena medida se debe prescindir de la libertad individual, y para eso se crearon las normas, para definir qué entraba dentro y qué quedaba fuera de lo aceptable por la manada, por la sociedad… y esas normas debían enseñarse desde antes de que el ser humano tuviera la capacidad de ser consciente del poder de su individualidad y representara un peligro para el resto de la manada, a gusto en su status quo y temerosa de un cambio que podría poner la continuidad de la manada en peligro.
La matriz social necesita que el individuo llegue a ser productivo para su mantenimiento y para ello se encargará de premiar aquellas conductas que le acercan al fin deseado y castigarán las que le alejen del mismo. Así esta matriz desarrolla un segundo tipo de consecuencias ante una conducta desadaptativa: y, mientras la consecuencia natural es la que se sigue naturalmente de un hecho (si juegas con fuego tienes un riesgo mayor de quemarte), la consecuencia lógica es determinada culturalmente e impone de forma artificial una consecuencia a una conducta determinada (si juegas con fuego nadie te va a querer, y como castigo te quedas sin salir a la calle el fin de semana). Es a base de consecuencias lógicas y de la aparición de la represión de los instintos básicos asociándolos a consecuencias lógicas indeseables como se va avanzando desde la niñez hacia la adolescencia.
En la pubertad, con la revolución hormonal, vital y sexual, se produce una prueba de fuego para el ser humano: por un lado tiene unos instintos que le llevan a experimentar y a satisfacer necesidades biológicamente perentorias, pero por otro lado sigue teniendo claro el mandato social de reprimirlos para ser «bueno». Se supone que la sexualidad debe postergarse hasta que el fin para el que fue creada llegue, que no es otro que la reproducción o la monógama relación simbiótica que significa la pareja como base del entramado social. Es en este punto en el que nace la abstinencia como represión de unos instintos que han aparecido adecuadamente en su edad fisiológica, o la castidad como no aparición de dichos instintos manteniendo una indiferencia infantil hacia lo sexual que no va acorde con su maduración fisiológica.
En buena parte, es en esta etapa vital en la que se sientan las bases de la frecuencia y profundidad del deseo en la persona.
La postergación de la satisfacción sexual tiene, a su vez, otro origen quizá más enrevesado, y es la asociación de placer sexual con el desgaste y con la pérdida de tiempo, asociación ésta que cobra especial sentido en personas con alta necesidad de logro. Cuando se destina la práctica totalidad energética a un fin que nos hace sentir socialmente reconocidos y que nos refuerza intrínsecamente, por logro o por ser un proyecto personal importante, lo demás pasa a un segundo plano. Lo sexual deja de ser importante porque antes del placer está el deber, y si encima el deber nos recompensa, el placer postergado se vuelve más y más lejano, pero, lo que es peor, se vuelve más y más tedioso.
Paradójicamente el placer acaba convirtiéndose en deber cuando existe otra persona que demanda disfrutar del placer con quien se encuentra demasiado absorto en sus quehaceres para pensar en jugar a juegos de adultos. La falta de deseo se convierte así en un síntoma, pero no ya sexual sino de afrontamiento de la vida.
El destino final es una cantidad de relaciones sexuales inferior a las que desearía una persona, bien porque no surge de ella la necesidad o bien porque su pareja de juegos no está disponible con la frecuencia con la que querría.
La falta de deseo, la castidad y la abstinencia pueden confundirse por la manifestación en la relación de pareja, pero tienen un origen muy distinto… y de hecho es la falta de deseo el detonante principal para buscar ayuda profesional en terapia sexual, es un síntoma que muy a menudo llega después de que otro problema sexual se ha establecido. La disfunción eréctil, la falta de control eyaculatorio por exceso o defecto de duración, el dolor durante la penetración o los problemas de pareja suelen estar detrás de una falta de deseo.