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Una de las consultas más habituales que me he encontrado en terapia sexual es la eyaculación precoz. Los hombres que la padecen suelen sentirse mal, como si tuvieran una enfermedad. Sería como una enfermedad que les impidiera controlar la eyaculación, como quien controla los esfínteres durante los primeros años de su vida. Pero realmente la eyaculación precoz no existe.

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Hay dos grandes motivadores universales, el placer y el dolor… Universales porque se dan en todo ser vivo conocido. Desde una ameba hasta una planta, desde un hámster a un ser humano, todos los seres tienen una tendencia natural a buscar el placer y a evitar un dolor.

Placer y dolor son, muchas veces, las caras opuestas de la misma moneda, ya que, por un lado,  el dolor producido por la necesidad desaparece cuando el placer de satisfacer la necesidad llega finalmente; pero por otro lado el placer cuando cesa, o cuando aunque se esté disfrutando se anticipa que puede finalizar, da paso al dolor asociado a la pérdida.

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Este frustrante problema tiene una base claramente psicosomática. Quizá la mejor definición de la eyaculación precoz es de Helen Kaplan, al considerarla una dificultad para conseguir el control voluntario de la eyaculación, dificultad debida a la falta de capacidad para reconocer las sensaciones corporales propias que la preceden. Es decir, de los prolegómenos de la fase de carga seminal en el orgasmo.

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