El Covid apareció de golpe en nuestra sociedad, y aunque al principio parecía que la magnitud que se le otorgaba era exagerada, al saber que en China se estaban construyendo gigantescos hospitales en tiempo récord para mitigar sus efectos, se fue convirtiendo en una crisis que modificó la forma que teníamos de relacionarnos con los demás y con el entorno. Todo cambio genera incertidumbre y cuando este cambio, además de no ser buscado, nos es presentado y lo compramos como algo aterrador, el efecto de esa nueva realidad sobre la mente de las personas puede ser devastador.

 

Tres han sido los factores que han producido el cambio biopsicosocial que ha acarreado el Covid. Por un lado el desconocimiento de su naturaleza y efectos, que activó el miedo; por otra y a consecuencia de la anterior, la desinformación o sobreinformación, que abrió la caja de la ansiedad ; y, finalmente, el confinamiento con sus consecuencias económicas, sociales, físicas y psicológicas, que trajo la indefensión.

 

El Covid era la encarnación del mal, era lo peor que podía pasar, se le satanizó y sólo parecía existir en el mundo su presencia o ausencia. Para combatir el miedo ante la nueva enfermedad se creó una especie de estado de guerra contra el virus con dos frentes, uno profiláctico intentando controlar todas las variables relacionadas con el contagio; y otro físico limitando el contacto entre personas mediante un aislamiento social. El aislamiento social fue una medida implementada para salvar vidas, pero el coste para la salud mental fue alto.

 

Se activó una sensación de necesidad de control, a veces compulsiva, de todas las variables relacionadas con la enfermedad, inicialmente para no contraerla y en segundo lugar como forma de control social al responsabilizar a quien no controlaba dichas variables de la puesta en peligro de la vida de los demás.

 

Se mantenía un estado de alarma interno en las personas, que lejos de ser aliviado con la presencia de datos objetivos que ayudaran al distanciamiento del motivo de dicha alarma, era potenciado desde el entorno inmediato y desde los medios de comunicación: era el tema de conversación estrella. La alerta puede mantenerse mientras se está en crisis, pero cuando la crisis se mantiene durante el tiempo suficiente deja de ser crisis y se convierte en un estado al que la persona debe adaptarse si no quiere desarrollar patologías psicológicas relacionadas con su resistencia a la aceptación de una realidad que se ha instaurado y que no cambiará ni a corto ni a medio plazo.

 

Hubieron distintas formas de adaptación a la nueva realidad, algunas de ellas tan resilientes que tuvieron un efecto contrario, viviendo la vuelta a la “normalidad” con una cierta resignación. Hablo de aquellas personas que entendieron esta crisis como una oportunidad y trabajaron en su autocuidado cuidando su alimentación, sueño y haciendo ejercicio físico, evitando sustancias nocivas como el alcohol o las drogas, dedicando un tiempo a relajarse, meditar o desconectar. Son personas que entendieron que era una ocasión única para invertir en su higiene mental manteniendo la mente ocupada en pasatiempos u otros proyectos, estableciendo prioridades y tiempos para sus objetivos, evitando sobreexponerse a los medios de comunicación así como a las pantallas en general: móvil, táblet, ordenador… y estableciendo y manteniendo una rutina diaria. Aprovecharon este tiempo en socializar tomando la iniciativa y siendo proactivos a la hora de ofrecer ayuda a sus amigos, familiares o vecinos; estableciendo una red social con el apoyo de la tecnología, recibiendo y dando apoyo social, las dos caras de la misma moneda: saber que hay alguien al otro lado.

 

Desgraciadamente, muchas personas no se adaptaron tan eficientemente y sufrieron alteraciones psicológicas que en ocasiones traspasaron la barrera de lo patológico.

 

Así la sensación de indefensión y necesidad de control sobre la posibilidad de contagio, que activa el sistema de alerta de forma casi continua con el coste emocional que ello tiene a nivel de ansiedad y de desesperanza, indefensión… antesala de la depresión. En este entorno era común la presencia de rumiaciones, muchas veces de forma automática, de pensamientos recurrentes sobre la posibilidad de contagio o la muerte propias o de familiares. Como parte de la lucha contra el enemigo una herramienta era la higiene, pero se dio también la presencia de rituales de limpieza, a veces compulsivos, que iban más allá de las recomendaciones razonables tendentes a minimizar un riesgo sobre el que no se tenía control.  Aparecieron también problemas de sueño, bien por la desorganización del mismo o por la presencia de pesadillas, como consecuencia de la activación continua del sistema de alarma y de los pensamientos intrusivos. A nivel cognitivo se dio una sensación de bloqueo que afectaba tanto a la concentración como a la toma de decisiones, algo que aumentaba la sensación de falta de control y perpetuaba el círculo de la ansiedad. Esta ansiedad mantenida durante mucho tiempo era acrecentada a diario por el bombardeo de más y más estímulos desde los medios de comunicación y el boca a boca que la hacían más real si cabe. Esta amenaza producía un estado basal de nerviosismo que empañaba todo lo que rodeaba la vida de las personas y, en ocasiones podía favorecer al aparición de ataques de pánico.

 

Han sido muchas las víctimas de esta pandemia. Muertes, familiares de las mismas, personal sanitario… La repercusión en el conjunto de la sociedad aún estamos lejos de poder valorarlo, pero a nivel psicológico se han producido modificaciones en nuestra forma de percibir y relacionarnos con las otras personas; con cómo establecemos los vínculos, especialmente en la infancia. La brecha que se inició el quince de marzo del año 2020 ha creado una nueva realidad con nuevas formas de pensar, sentir y actuar.